La primera vez que se lo
noté fue en la laguna de Villarica, cuando Coni sentada en aquella charca
podrida perdía su mirada en una diagonal en aquel entonces indescifrable. Le
cayó una lágrima ovalada de dibujos animados tropezando por una cara como de
tristeza aceptada, y no recuerdo si esta gota de las entrañas acabó mezclada en
la espuma envenenada de contaminación por la industria de la celulosa.
Luego no sé si fue en Conce
o Valdivia cuando se lo volví a sentir, era ese gesto tierno de querer salvar
al mundo. Muy seria, desprendiendo toda esa magia de puma andino mientras yo le
retaba que no había mucha plata, que su artesanía y mis peluches apenas daban
para las humitas y la bencina de la combi. Pero ella llevaba el sello de las
que se empeñan en ser curanderas de almas y acabé pagando dos completos
a aquellos cabros que en la puerta del bar mendigaban el suyo.
Así se lo conté años más
tarde a Mardy, esa mujer asiática que cree fue dada a luz para servir al mundo.
Ella lo mismo estuvo enseñando inglés a los pibes de los cerros de Valparaiso
que armando platos de muchas especias para mucha gente mientras cruzaba
continentes.
Mardy me cuenta que quiere
hacer un documental (y personas así la acaban haciendo) sobre Lieve. Ella
piensa que así puede sanar su relación con los hombres.
Lieve es otra de esas
mujeres que busca imperiosamente refrotar el ánimo ajeno. Vive en Bélgica con
una extraña enfermedad que la condena a fatiga crónica.
Según me cuenta Mardy con
ella brota la afinidad de la que no te deja preocupación sin compartir. De esta
forma, Lieve, hasta pasará en el borde de una cama, que era una tumba ya, la agonía
de la muerte de un amigo tocado de una enfermedad terminal.
Pero es un trauma lo que
lleva a Lieve a ayudar a todo lo que palpita. A la edad de 19 años fue
brutalmente violada hasta el punto de desgarrarle por dentro mientras la noche escuchaba
imaginados gritos de ayuda callados por la vergüenza.
La misma vergüenza que
padecieron Coni y Mardy.
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