A la tercera vuelta al
cetáceo el padre de Alí se detuvo con una mirada más penetrante si
cabe, se bajó el turbante a la altura de la barbilla y la fresca
brisa acabó por colocárselo en el cuello. Su chiva folclórica
ondulaba entre sus dedos pensativos mientras detenidamente observó
un hilo de aceite que brotaba por una pequeña hendidura rasgada en
la piel del animal.
“Están en extinción”
dijo sebas. El único que pareció escucharle fue Alí, que con gesto
preocupado juntó sus dedos y se los llevó a la nariz mientras
repetía: “sol, sol”. Cosa que sebas no comprendió hasta que el
olor a podrido se hiciera perceptible horas después.
Algunas semanas más tarde
la madre de Alí iluminaba la intensa noche con un candil de aceite
sobre la tersa alfombra que ella mismo había tejido. El mismo aceite
que permitió al viejo saharaui la fortuna de dos cabras, un cordero
y un motor para el colonial y averiado LandRover de Alí. Monsieur Ibraim, el comisario de Tarfaya que tantas preguntas hacia a sebas, jamás se enteró del suceso.
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