sábado, 10 de mayo de 2014

LOS RECURSO DE LA VIDA.

    A la tercera vuelta al cetáceo el padre de Alí se detuvo con una mirada más penetrante si cabe, se bajó el turbante a la altura de la barbilla y la fresca brisa acabó por colocárselo en el cuello. Su chiva folclórica ondulaba entre sus dedos pensativos mientras detenidamente observó un hilo de aceite que brotaba por una pequeña hendidura rasgada en la piel del animal.
    “Están en extinción” dijo sebas. El único que pareció escucharle fue Alí, que con gesto preocupado juntó sus dedos y se los llevó a la nariz mientras repetía: “sol, sol”. Cosa que sebas no comprendió hasta que el olor a podrido se hiciera perceptible horas después.
    Algunas semanas más tarde la madre de Alí iluminaba la intensa noche con un candil de aceite sobre la tersa alfombra que ella mismo había tejido. El mismo aceite que permitió al viejo saharaui la fortuna de dos cabras, un cordero y un motor para el colonial y averiado LandRover de Alí. Monsieur Ibraim, el comisario de Tarfaya que tantas preguntas hacia a sebas, jamás se enteró del suceso.



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