Rellenando
inquietudes nació el grupo de teatro Ajodar. Inquietudes que por
el puro placer de actuar disfrutaban del puro placer de ser
jóvenes.
Encarnación Mena, Nenita, peluquera y sastre, mujer de su madre, de su padre y de su hermano minusválido fue el primer cachito de esas inquietudes. Ella fue por todo el inclinado barrio de la montaña tocando puertas, subiendo y bajando cuestas, soltando algunas palabras y callando otras, invitando, con complicidad de barrio al arte de renacer el mundo. Pero el miedo a expresar bajo el yugo franquista negaba a los jóvenes la voluntad de disfrutar del placer de recrear, y las puertas, con la misma suavidad, más se cerraban que se abrían. Pero como no cabe el desánimo en quien anima, muy al contrario, nena, la mujer que decoraba con sus peines y cepillos las cabezas del barrio de la montaña navegó por los teleclub. Los teleclub eran esas primeras formas de reunión que la televisión tuvo. Y allá habló de esa otra tele que era viva y creada por nosotros mismos. Y dos se sumaron y luego tres, y la suma comenzó a generar suma.
Con el dinero que daba ser peluquera compró los primeros ejemplares del teatro Ajodar. Su primera obra, Don Armando Gresca de Adrian Ortega, ambientada en los barrios de Madrid, narraba la cómica trama de la apertura de un testamento, con una madre, un hijo y otros personajes. Por madre actuaba Nenita y por hijo Eusebio que hasta allí llegó en sustitución de un muchacho de novia celosa.
Eusebio Sebastián Molina era joven flaco de cara de niño, de 19 años y repartidor de telegramas a pie. Cada noche a las siete terminaba su jornada para empezar la subida a más pie de la inclinada montaña de Gáldar desde donde vigilaba la iglesia de Nuestra Señora de Fátima. Allá, en sagrado templo, comenzó los primerizos ensayos del grupo de teatro Ajodar, de parto estaba el teatro en el pueblo de Guanarteme.
De sorpresa se llenó Eusebio al ver a la misma mujer que hacia cuatro años le abrió la puerta comiendo un gran bocadillo de conserva, cuando él entregaba unas americanas para cocer “hasta poner en prueba” con hilvanes que testeará el cliente.
Encarnación Mena, Nenita, peluquera y sastre, mujer de su madre, de su padre y de su hermano minusválido fue el primer cachito de esas inquietudes. Ella fue por todo el inclinado barrio de la montaña tocando puertas, subiendo y bajando cuestas, soltando algunas palabras y callando otras, invitando, con complicidad de barrio al arte de renacer el mundo. Pero el miedo a expresar bajo el yugo franquista negaba a los jóvenes la voluntad de disfrutar del placer de recrear, y las puertas, con la misma suavidad, más se cerraban que se abrían. Pero como no cabe el desánimo en quien anima, muy al contrario, nena, la mujer que decoraba con sus peines y cepillos las cabezas del barrio de la montaña navegó por los teleclub. Los teleclub eran esas primeras formas de reunión que la televisión tuvo. Y allá habló de esa otra tele que era viva y creada por nosotros mismos. Y dos se sumaron y luego tres, y la suma comenzó a generar suma.
Con el dinero que daba ser peluquera compró los primeros ejemplares del teatro Ajodar. Su primera obra, Don Armando Gresca de Adrian Ortega, ambientada en los barrios de Madrid, narraba la cómica trama de la apertura de un testamento, con una madre, un hijo y otros personajes. Por madre actuaba Nenita y por hijo Eusebio que hasta allí llegó en sustitución de un muchacho de novia celosa.
Eusebio Sebastián Molina era joven flaco de cara de niño, de 19 años y repartidor de telegramas a pie. Cada noche a las siete terminaba su jornada para empezar la subida a más pie de la inclinada montaña de Gáldar desde donde vigilaba la iglesia de Nuestra Señora de Fátima. Allá, en sagrado templo, comenzó los primerizos ensayos del grupo de teatro Ajodar, de parto estaba el teatro en el pueblo de Guanarteme.
De sorpresa se llenó Eusebio al ver a la misma mujer que hacia cuatro años le abrió la puerta comiendo un gran bocadillo de conserva, cuando él entregaba unas americanas para cocer “hasta poner en prueba” con hilvanes que testeará el cliente.
Un
chiquillo en aquel entonces, Eusebio, era aprendiz en
la sastrería Compostelana, cuatro años de mucho trabajo, poco
dinero y pérdida de vista que le ataría por siempre a las
gafas. Él recordó a nena invitándole al bocadillo, insólito
bocadillo para la época, hecho con lechuga fresca que
se derramaba al abordaje mientras el rojo del tomate
se dejaba insinuar entre las tapas. Eusebio recordó la
visión desde sus gafas de familia humilde y le entró
todo el hambre del mundo.
Así, entre teatro, con teatro, respirando y sudando ensayos y escenarios, se conocieron Nena y Eusebio. Limpios, intactos en su tardía adolescencia, como todas las adolescencias que aquella época representaron. Y el tiempo siguió creando y tuvieron cuatro hijos. El mayor de ellos, flaco e introvertido, sale adepto a los cuentos.
Así, entre teatro, con teatro, respirando y sudando ensayos y escenarios, se conocieron Nena y Eusebio. Limpios, intactos en su tardía adolescencia, como todas las adolescencias que aquella época representaron. Y el tiempo siguió creando y tuvieron cuatro hijos. El mayor de ellos, flaco e introvertido, sale adepto a los cuentos.
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