Abel que es mago de los que
te sacan el niño de dentro me lo cuenta mientras nos desencaja con sus juegos
de cartas en una mesa del Txiqui. Pero ya somos unos cuantos los que intuimos
algo de juego psicológico en sus bailes de cartas y la pregunta se hace
inevitable acerca si nos estaba estudiando los gestos mientras transcurría el
truco, si nos estaba leyendo nuestras miradas, nuestros despistes para
conducirnos a donde él quería.
Nos responde que para
empezar él no tiene poderes (y eso ya tranquilizó a alguno), o al menos ninguno
que vaya más allá del que todos tenemos con nuestra mente. Con porte didáctico
profundiza contándonos sobre alguna prueba que hicieran unos psicólogos
americanos a un condenado a muerte.
Este condenado (que era un
jugador más en la mesa del Txiki) podría ser indultado si superaba la prueba
consistente en amarrarlo a una camilla, hacerle un corte en la muñeca y que
rezara los dedos para sobrevivir al vaciado sanguíneo.
Entre una silla eléctrica o
el adormecimiento de un desangre el preso acepto la camilla. Lo que desconocía el preso
era que el tajo hecho en la muñeca por los médicos era superficial,
que no tocaba venas o arterias y que
apenas suponía la perdida de unas gotas de sangre.
Habían puesto una válvula
debajo de la cama que goteaba suero sobre un cacharro y que comenzó a funcionar
cuando se le hizo el corte al preso. El goteo en el cacharro eran campanazos en
los oídos del condenado. Cada cierto tiempo a escondida de nuestro jugador el
doctor cerraba un poco más la válvula y el goteo era más débil y el color de su
piel más pálido. Cuando alguien cerró completamente la válvula el jugador sufre
un paro cardiaco y muere sin haber perdido prácticamente sangre.
Después de contar esta
historia, Abel, así con cara de médico cordial, con sonrisa de mago, nos ofrece seleccionar una
carta entre un abanico, una carta que alguno eligió y de la que ya todos
desconfiamos.