viernes, 9 de mayo de 2014

LA PRIMAVERA DEL HOMBRE NARANJO.

      La primavera había regalado una respiración costosa a Doramas, una pesadez con cada inhalación que le nublaba la cabeza. Sintiendo todo el peso de la estación más alérgica cualquier cosa hacia sudar de fatiga y mareos, como cuando giraba la cabeza en busca del extraviado oxigeno al maltrechar los escalones que le escupían del metro o como cuando cada paso por el Retiro levantaba una calima que fisuraba su garganta, hoja suelta secándose al sol, “de Madrid al cielo” se consolaba Doramas.
      Mas por sospecha que por aprehensión (pues la curiosidad de descubrir lo intuido a menudo espanta el miedo cuando por fin se conoce, sea malo o no) nuestro Doramas, (y digo nuestro porque personalizar la primavera es un derecho de todos, siga atento y lo entenderá) se decidió a visitar al doctor que todo cree conocerlo. Primero le hicieron radiografías y después ante la curiosidad científica del extraño hallazgo, mamografías (que resulta que son más precisas que una radiografía), placas de tórax, tele cardiograma de los tejidos blandos y todo tipo de avanzadas pruebas médicas. Se le hallo incrustado en los pulmones unos rejos de origen vegetal con aún la semilla colgando al bailoteo de la inspiración-expiración del portador. Así la veía Doramas en el screen de aquel aparato médico, cabecita atada a la pared del pulmón, cómicamente danzona, pelusa al viento de su aliento.
      Se preciso la presencia de un botánico que mirando la radiografía como quien palpa la vid y tras varias consultas telefónicas afirmó que el paciente padecía de un proceso de germinación de lo que parecía una semilla de Naranjo. No tardó la prensa en hacerse eco y su camilla fue un peregrinaje de expertos que achacaban este hito histórico de la botánica a las fructíferas primaveras de Madrid, que la llenaban de polen debido a la variedad de sus árboles y plantas que competían por su hueco, y que alguna semilla milagrosamente inspirada por nuestro portador germinara en un pulmón ideal, según algún medico, para cualquier especie vegetal.
      Escuchando esto a Doramas le venía a la mente una nevada de semillas de los árboles de la calle Martínez Campos. Ni el mejor paraguas evita que las semillas caigan detrás del cuello de la camisa o que se deslicen por el parabrisas hasta las rendijas en el capó de los coches, ciertamente llegan hasta el corazón pensaba él.
      En cuidados intensivos, bajo severa vigilancia, este capricho estival no dejó de crecer. La última radiografía mostraba la maleza enraizada en un pulmón de un volumen colosal, dilatado órgano devorador de más y más aire. Él no dejaba de metamorfearse, ya casi parecía la semilla el portador de un Doramas que se acomodaba como podía a aquel contexto agrícola de disnea casi terminal.
     Temiendo una parada cardiorrespiratoria, los que todo lo saben, decidieron acercar la cama a una ventana hecha al efecto que permitiera hacer la fotosíntesis al hombre naranjo, forma de evitar la muerte por asfixia al portador. Con esta puerta a la veraniega radiación solar su tez comenzó rápidamente a tornar a un débil color verde. Pero lo realmente duro para Doramas era la noche, proceso fotosintético invertido que hacia necesario aplicar doble dosis de oxigeno a lo que los científicos ya llamaban sistema biónico.
     Para evitar una futura plaga en el naranjo se precisó, según los expertos, suministrar ferticidas al paciente. Pero nuestro canario ya sabía distinguir la bolsa del suero de la del ferticida y al primer despiste se extraia el catete y dejaba que se derramara por su entrepierna como en una meada infinita.
     Para cuando su aliento inundaba de azahar la habitación y muchos mocos de la pegajosa viscosidad de la savia brotaban a todas horas de su nariz, no aguantó más. Y aprovechando un despiste de los despistados se arrastró puertas afueras del hospital. Ya era casi agosto y las carreteras eran ríos de alquitrán que hacían de Madrid una Venecia infernal. Todo ello mientras relucían los cítricos en su pueblo natal.
      Huyendo del hedor del asfalto y del tráfico convulsivo de esta calva del mundo buscó el más cercano y alto árbol de cemento que le dejara respirar un poco. Arrastrándose y mimetizando su huida subió a la azotea de una de las torres Kio. Sentía algo atascado en su garganta, arcadas precedidas de nauseas, presión pectoral. Se asomó y ante el vértigo de la vista precipitada y el calor agobiante de la castilla mas adentro gritó, quejido de fines de estación, primavera descompuesta, muerta ya con la labor bien hecha. Así, de un aullido desesperado, brotó de su boca una gelatinosa naranja del color de las frutas maduras.

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